jueves, 26 de diciembre de 2013



Todo viajero siempre ha deseado llevar un ligero equipaje para evitar un dolor de espalda o para no pagar sobre peso. Ante esto, cabe preguntarse, ¿qué llevar y qué no llevar? Uno comienza con lo más básico (cepillo de dientes, desodorante, calcetines, etc.), y luego termina llevando casi todo el armario.

Inicialmente mi equipaje era una pequeña mochila (una que uso para ir a la universidad). Todo comenzó con querer llevar dos botellas de vino blanco (ideal para estas fiestas de fin de año). Luego, vino la ropa, los libros, la música, algunos regalos, hasta que me di cuenta –ya muy tarde- que me faltaba espacio para más cosas, y terminé con una mochila de “mochilero” que viaja a dedo.

Una vez en el aeropuerto de Santiago escucho diferentes idiomas: inglés, francés, portugués, alemán, chino; veo carritos de tres ruedas por todos lares; veo gente buscando gente; veo cafés con mesas vacías; veo tiendas que venden regalos; veo teléfonos monederos; veo cajeros automáticos.
Ya en la sala de espera la gente no la pasa tan mal, todos conversan o si no duermen. Creo que más de uno está predispuesto para la conversación, (o al menos ése día y a ésa hora así lo estuvo).

-         Hola, ¿a qué hora sale tu vuelo?
-         Dentro de dos horas y media (2:30 a.m.)
-         ¿Y el tuyo?
-         En media hora.
-         Maldito!

Se llama Silvana, es de Colombia, tiene 23 años, y me dice que no le gustó Santiago, y ahora se va a la Argentina a recoger sus cosas para luego irse a Colombia.

-         ¿Y carreteaste?
-         ¿Qué es eso?
-         Salir de fiesta, música, baile (aunque se baila poco a diferencia de Perú y Colombia), cerveza, buena conversa y más cosas.
-         No pude ir a carretear. Mi prima llegaba muy cansada a la casa después de su trabajo.
-         Ahí está el problema. Santiago es una invitación para hacer algo mejor que dormir. Por lo general, esta ciudad vive de noche -le digo.

Mientras conversamos, veo de reojo a mí alrededor y todos siguen conversando, otros durmiendo. En sí, todos la pasan bien. El aeropuerto es un lugar para hacer muchas cosas. No tanto porque uno así lo quiera, sino porque de lo contrario uno se aburre (Silvana me dice que cuando se le terminó la batería del celular, comenzó a sentir más largas las horas).

Es hora de hacer el “check in”, y luego tengo que hacer una fila para que registren mi equipaje. Tuve que esperar casi cuarenta minutos para que me tocara mi turno, y como aquí no puedes hablar ni dormir, los minutos se hacen largos. Una vez entregado mi equipaje, sentí un gran alivio, pero creo que no debí cantar victoria, porque luego tuve que hacer otras dos interminables filas: una para la revisión del equipaje de mano, y otra para abordar el avión.

Una vez sentado en el avión (¡por fin!) todo parece caminar solo. La gente acomoda su equipaje de mano; otros se ponen a leer la revista que está delante del asiento; las azafatas, siempre tan hermosas, no dejan de sonreír a los pasajeros.
Miro por la ventana y hay más gente. Pero no exactamente viajeros. Son las personas que suben nuestros pesados equipajes; otros están llenando el tanque de combustible del avión; también hay carritos que tienen una luz de sirena color naranja, y que andan de un lugar a otro.

El avión despega lentamente, y yo comienzo a sentir cosquillas en el estómago. Quizás sea porque viajo después de doce años en avión. Se eleva el avión. Me cuesta saber que estoy volando, menos mal que ya no se me cruza por la mente aquella terrorífica idea de que existe la probabilidad que el avión haga una viaje sin retorno.

Antes de que se eleve del todo puedo ver el gran Santiago. Encuentro un agrado especial ver a la ciudad sin su bulla habitual (la bocina de los autos, los motores de los carros, las sirenas de las ambulancias). Ahora sólo veo cientos, miles, quizás millones de luces que dibujan, algo así, como una gran isla en llamas. Y desde aquí trato de buscar la casa de la Ñusta.

Si el bajar del bus es lento, descender del avión es casi eterno. Todos quieren salir primero, y quizás por eso mismo la fila no avanza.

Son las 4:15 a.m. y en el aeropuerto de Arica no hay gente hablando diferentes idiomas; no hay gente durmiendo en el suelo. Hay menos gente conversando y pasándola bien. Aquí las únicas personas son los familiares que vienen a recoger a los suyos, y no hablan otro idioma que sea el español. Ah, también hay muchos taxistas (“a tres lucas a Arica”).

Han pasado más de dos horas y yo sigo en el Aeropuerto. Ya no hay más pasajeros, tampoco hay taxistas. Creo que las únicas personas que hay en el aeropuerto, son: el personal de una aerolínea, una señora y una chica de una cafetería, y yo tomando chocolate caliente.

Comienza a amanecer, y me doy cuenta que después de mucho tiempo que contemplo un amanecer, sin alcohol. Y un amanecer en el Aeropuerto de Arica, es casi una tarjeta postal, por la mezcla de colores que hay en el cielo (azul, naranja, amarillo, rojo rojizo), por el imponente Morro de Arica, por esas nubes que se ven muy lejos; por esos cerros de arena.

Llega mi taxi, y el conductor sube mi equipaje. Ahora mi destino es otro lugar. Uno en donde se mezcla mis recuerdos de niñez, las interminables conversaciones con los amigos; y los almuerzos familiares. Ése lugar se llama Tacna. 

lunes, 21 de octubre de 2013

"despeinar a la academia"



"Una ruptura un tanto de lo cotidiano es una introducción a la fiesta".
R. Barthes

Los congresos estudiantiles siempre han sido una buena instancia para actualizarse de lo que se viene discutiendo en una determinada área del conocimiento. Al mismo tiempo, un congreso es la excusa perfecta para hacer un viaje de turismo y para beber, bailar, en bares o discotecas que difícilmente uno podría encontrar en su lugar de origen. Los congresos sirven para todo; el mero hecho de viajar justifica la elección.

Pero también los congresos académicos pueden ser instancias para legitimar un tipo de saber. Es decir, un congreso puede convertirse en un mecanismo para legitimar discursos y prácticas institucionalizadas, cuando debería ser todo lo contrario: ponerlas en cuestión. No está demás decir que en cada congreso hay una estructura definida, en donde se eligen “temas importantes o relevantes para la disciplina”. Y por si fuera poco, se invita a connotados académicos para que puedan dar luces sobre dichos temas, y éstos mientras vengan de lugares más alejados, mejor. Me pregunto, ¿a quién le damos la palabra, y a quién la quitamos?, ¿qué temas tratamos, o sobre quienes hablamos?

Esta descripción corresponde al congreso promedio que abunda en el ambiente de la academia. Afortunadamente, hay otro tipo de congresos, y éstos prefieren una denominación más simple y menos ambiciosa: jornada, seminario, encuentro, taller, etcétera. Aquí las reglas se alteran, y se eliminan formalismos innecesarios, y quizás con eso ya se hace mucho, porque nos brinda la posibilidad de ver que otras instancias son posibles.

Acabo de participar a uno de estos congresos. Me invitaron, sin anticiparme lo suficiente de la dinámica del seminario (Felipe, organizador del seminario,solo me dijo: "queremos despeinar a la academia"). Cuando llegué había prácticamente una fiesta, y eso era apenas el coffee break. En las mesas de discusión se prescindió de los títulos académicos con el propósito de hablar de tú a tú, y no de “estimado doctor” a “estimado estudiante”. Hubo algunas cosas pequeñas y curiosas como por ejemplo la presencia de una botella de pisco sour helada, algo propicio para la tarde calurosa que se comienza a sentir por estos días en Santiago.

Cuando me tocó intervenir, por respeto al público evité leer la totalidad de mi trabajo. Sólo plantee el tema, y las ideas centrales, para que a partir de ahí se tejiera un dialogo. Y vaya que sí la hubo.
Los organizadores me comentaron que organizar este seminario, con esta particular dinámica, fue prácticamente arriesgarse. Arriesgarse de que viniera poco público, o que la respuesta del público no sea la esperada. Pero ni lo uno ni lo otro ocurrió. Hubo mucha concurrencia y amplia aceptación.
Ojalá hubieran más de este tipo de seminarios, y así la academia estaría más relajada para pensar.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Dos días y medio



En el anterior post señalé que sí existe un paraíso, y ese se llama “Playa Ensenada”. En este post no quisiera hablar de la playa en sí. Me gustaría contarles cómo llegué y qué hice en este pequeño paraíso.

Vicente, amigo y compañero de estudios, en el verano me invitó, junto a otros amigos, a pasar unos días en su casa que está en la playa Ensenada. Por diferentes circunstancias -o planes que cada uno tenía- no fuimos a la playa. Este mes, nuevamente, Vicente nos hizo la invitación para ir a la playa. El motivo: su cumpleaños número 27. Sin pensarlo dos veces acepté la invitación.

Además de querer compartir un momento de diversión, como es el cumpleaños de un amigo, debo de confesar que tenía unas ganas enormes de salir de la ciudad. Quería “desconectarme”. Pues mis días no solo se habían vuelto rutinarios, si no también me estaban consumiendo de a pocos. Esta rutina no consistía en tener un horario fijo de entrada y salida del trabajo –que no es tan grave, o motivo suficiente para alarmarse-. Mi rutina era tener muchas cosas en distintos lugares, y en diferentes horarios. Momentos para la lectura o escuchar música eran desplazados por la urgencias laborales.

Salir de Santiago por la autopista era un gran alivio. Justo a esa hora (6:00 p.m.) había un “taco” (congestión vehícular), por lo que salir de Santiago fue lento, y no doloroso, porque esa lentitud hacía que yo esté  muy consciente de que me estaba alejando, poco a poco, del gran Santiago.

Ya en la casa de Vicente, no está demás preguntarse ¿cuál es el plato infaltable para un cumpleañero, como Vicente, una persona además de ser muy trabajador y amiguero, es extremadamente cortes con los amigos? Pues un delicioso asado. Y vaya que si los hubo, y no faltó nada aquel fin de semana.

Yo había decidido comportarme moderadamente con el delicioso vino tinto. Es decir, bajar mi consumo promedio de dos botellas de vino a una. Y creo que lo cumplí, ya que al día siguiente, al pasear por la cocina o el living o la terraza, yo era prácticamente el único a esas horas. Varios de las personas comenzaban a desfilar después de las 11:00 a.m.   Yo minutos antes de las ocho ya estaba de pie y con una taza de té caliente en la mano frente al mar.

Estar en la terraza de la casa de Vicente me brindaba una cita con el mar. Mirar el horizonte era prácticamente perderse en él. Ver a las gaviotas, ver las rocas, y respirar la brisa del mar era prácticamente embriagarme de naturaleza. El único lenguaje era el silencio, o mejor dicho los sonidos de las olas.

Fueron dos días y medio cerca del mar, y sentirme como siempre hubiera estado aquí, sólo que me había ausentado un momento para ir a comprar pan a la ciudad y me demoré más de lo debido.

Recuerdo que en una conversación con un amigo, sobre las bondades de este paraíso, llegamos a la sana conclusión de que proponerse escribir aquí, y no poder lograrlo, es imposible. En ese sentido, me animé a tomar lápiz y papel. El resultado es lo que sigue:

Sábado 07 de septiembre
“El verano tardó, pero llegó”.
“Qué trataran de decirme las olas que nunca se cansan de decírmelo”.
“Las rocas bañadas por las olas revelan la fragilidad de mis ojos”.

Domingo 08 de septiembre
“El viento del mar, qué más hermoso. Juega con todo lo que se le cruza, juega con las olas, las gaviotas, la arena, las plantas, y hasta conmigo”.

Ahora que estoy en el gran Santiago, afortunadamente, aun no del todo sobre la rutina, encontré un maravilloso libro cuya temática es el mar. Es el primer libro de poemas de Rafael Alberti (1902-1999) que se llama “Marinero en tierra” (1924). Ahora que estoy lejos del mar, me identifico con el siguiente fragmento:


“Si mi voz muriera en tierra
Llevadla al nivel del mar
Y dejadla en la rivera”.
Rafael Alberti

jueves, 12 de septiembre de 2013

Instituto Ensenada

Si existe algo así como un paraíso terrenal, pues se llama "Playa Ensenada", o para algunos "Instituto Ensenada".



sábado, 31 de agosto de 2013

Diez de la mañana



Levantarse de la cama a las ocho de la mañana, un día sábado, ya es un acto heroico. Ducharse, desayunar, lavar la loza (platos)... también lo es. Pues tuve que hacer todo esto para estar a las diez de la mañana en punto en la Biblioteca Municipal de Providencia, ya que si llego tarde, pues me quedo sin asiento para trabajar en la obra.

Ahora me encuentro en la Biblioteca intentando terminar la obra. Solo veo: paredes, mesas, luces, libros, sillas, computadores, baños, revistas, diarios, botellas de agua, relojes, letreros que dicen "silencio", teléfonos, niños, ancianos, adultos, jóvenes...

Ay! Esta obra siempre comienza, continua, interrumpe, entrampa, paraliza, avanza, pierde, encuentra, recupera, corre, sigue, descansa, y nunca termina...

Esta obra parece piedra, barro, masa, madera, metal, arena, cemento, plástico... a veces, es pasiva, otras, activa. Pero cuando quiere se vuelve rebelde, y "te domina como una mujer"...

La calma, el silencio, la serenidad, la astucia, la habilidad.... ¿dónde están?, ¿o será acaso que todo este tiempo han ido dominando poco a poco a la obra?

jueves, 18 de julio de 2013

SANTIAGO

Podría llamarla la ciudad del vino,
Podría llamarla la ciudad de la cordillera,
Podría llamarla otoño.
Esta ciudad siempre está desnuda,
Y nunca te pide algo a cambio.
Te come y te vomita,
Te acaricia y te ama.
Puedes nacer de verdad en esta ciudad,
Puedes estar siempre solo con Santiago.

Bolsillos y zapatos

A veces llegamos hasta donde llegan nuestros bolsillos,
Y las puertas se cierran antes de tocarlas.
Otras veces llegamos hasta donde llegan nuestros zapatos
Y ya no podemos regresar ni avanzar.

lunes, 27 de mayo de 2013

Apuntes autistas de Fuguet


Cuando a Michel Foucault le preguntan: “¿qué es un libro?”. Él responde: “Una caja de herramientas”. Si. Una caja de herramientas para que cada quien lo use como mejor le plazca o lo adecue a sus intereses.

Sin embargo, el hecho que un libro sea una caja de herramientas significa muchas cosas. Una de ellas está referida a que no hay que idolatrar a los libros. Hay que disolver aquel respeto cuasi-reverencial a eso que llamamos libro. Otro significado, y el que me gustaría destacar, es el referido al libro como herramienta del lector (sea este, estudiante, escritor u otro).

De lo anterior el libro herramienta deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en un medio. Ahora, como herramienta, uno lo utiliza para fabricar -digámoslo de esta manera- un artefacto cultural (un libro, un ensayo, un artículo, etc-). O para decirlo de manera radical, y citando al mismo Foucault, hay que ver a los libros como una bomba molotov que ayude a derribar obstáculos para que uno siga avanzando en su camino.

Podríamos agregar un tercer sentido al libro-herramienta, y es el referido a que al ser el libro una  caja de herramientas implica significa que su uso adecuado dependerá mucho de la experticia del lector. Es decir, las bondades del libro-herramienta serán bien aprovechadas siempre y cuando el lector sepa utilizarlo con sus propias manos. Con esto no quiero decir que hay libros sólo para una determinada casta. No. Lo que trato de decir es que hay herramientas (libros) que los utilizamos de inmediato y, también, hay otras herramientas que requieren paciencia para poder usarlos como herramientas (creo que aquí los manuales pueden ser inútiles).

El libro Apuntes autistas de Alberto Fuguet, publicado el año 2007, es perfectamente una caja de herramientas para uso inmediato. Las herramientas que ofrece Fuguet no es para un público erudito o un público especializado en literatura, sino más bien para un público que recién comienza a recorrer los precipitados senderos de la escritura; que está interesado en el “detrás de cámaras” de la escritura. Esto no hace menor al libro, sino más bien todo lo contrario, hace justicia al título que lleva el libro (Apuntes...).

Apuntes autistas puede ser visto de diferentes maneras. Para mí se acerca más un hermoso collage de ideas, entrevistas, crónicas, historias, relatos, testimonios, etcétera. En donde abundan muchos datos valiosos, sobre todo, los referidos al tema de la iniciación de la escritura.

Desfilan en el libro muchos autores latinoamericanos y norteamericanos. Así como también directores de cine y guionistas. La combinación de esos dos mundos, cine y literatura, está bien hecha, gracias a la pluma de Alberto Fuguet.

Por último, este libro-herramienta, también puede devenir en un libro-mapa. Lo digo porque de principio a fin son muchas las ciudades que Fuguet menciona, principalmente, Santiago, Nueva York, California, Austin. La relación no es casual, sino más bien coincidencia, ya que el autor vivió en California y Santiago (actualmente radica en esta ciudad). Entonces, el lector podrá recorrer algunas calles o avenidas de ésas ciudad, o librerías o salas de cine, con un guía de lujo.

miércoles, 8 de mayo de 2013

crónica de una marcha anunciada


- "¿Vas mañana a la marcha?", dice un mensaje de texto que me acaba de enviar Vicho.
La pregunta no es menor, ya que una marcha estudiantil aquí en el Gran Santiago significa experimentar el acto de inundar las calles; de tomar un "baño de multitud"; de bailar al ritmo de la batucada; de comer limón con cáscara antes que me llegue al rostro el gas lacrimógeno.
Miércoles 11:00 hrs. me encuentro en la Alameda marchando por una educación pública, gratuita y de calidad. Vicho, muy puntual, también. Pero además de nosotros hay miles de miles de personas congregadas por esta causa (según los organizadores 80.000 personas).
Una marcha estudiantil puede ser vista como un termómetro social, porque mide desde el grado de indignación hasta el grado de conciencia de los derechos ciudadanos. En ese sentido, esta marcha demuestra que los estudiantes no piden sino más bien exigen un derecho fundamental: educación-pública-gratuita-y de calidad.
Pero las marchas aquí a diferencia de Perú, no se reduce al grito y a las "palmas compañeros". Es una fiesta. Hay grupos de batucadas, de baile, de danzas de pueblos originarios. No es necesario gritar toda la marcha, ya que cambiando lo que hay cambiar eso sería una procesión (como ocurre en Perú). Según Vicho, a inicios de los '90 la marcha se vuelve más "entretenida". Así es que guardo la esperanza que algún día ese cambio pueda darse también en Perú.
Me encuentro con otro amigo, Joaquín, y me dice que recién el año 2011 en adelante el tema de la educación se convierte en un tema central para el Estado, aunque ello no signifique que se haya resuelto los principales problemas de fondo. Y justamente por eso ahora estamos marchando, para conseguir las principales reformas, una de ellas, el acceso universal a la educación para todas las personas de forma gratuita y que sea de calidad, ya que actualmente ser profesional en Chile implica endeudarse casi de por vida para financiar una carrera profesional.
Mientras vamos avanzando, Vicho se encuentra con un grupo de amigos, entre ellos, hay una alemana. Se llama Patricia, es profesora de educación diferencial y habla un español-chileno casi perfecto. Ella me cuenta que le gusta las marchas, yo respondo que a mí también, y que si en un mes no se organiza otra  pues lo organizaremos los dos. Se ríe, y me muestra una hermosa sonrisa adornada con dos ojos azules. Patricia me dice que lo único que no le gusta de las marchas es la intervención salvaje de la policía con el uso de gases lacrimógenos.
- Allá en Alemania -dice Patricia- la policía antes de intervenir con gases lacrimógenos da un aviso para que  la gente pueda retirarse (por ejemplo, madres con hijos), y no quede "la cagá". Yo quedo sorprendido con lo que me cuenta, mientras aquí la policía es sinónimo de excesos, allá, en cierta forma, es sinónimo de orden, incluso antes de reprimir a los manifestantes.
Llevamos casi dos horas marchando y al fin llegamos al final del recorrido. En el escenario está cantando Manuel García. Hay muchísimos tarareando la letra de sus canciones. Pero, a un costado del escenario, hay un enfrentamiento entre "encapuchados" y la policía. Estos últimos comienzan a lanzar gases lacrimógenos y a usar un carro lanza-agua para dispersar, no sólo a los encapuchados, sino a todas las personas que marchamos.
Ante esto, Vicho, de manera muy razonable, me dice, "vamos antes que quede la cagá". Yo respondo vamos, hoy no traje limones.

Me preguntaba

Me preguntaba de qué color era tu pelo. Era tan oscura mi pieza que para caminar había que usar el celular, desafortunadamente, aquel día, el aviso de corte de luz llegó antes que tu visita.
Cuando desperté ya no estabas, lo único que encontré fue unas manchas de pintalabios en mi cuello y varias marcas de tus uñas en mi espalda.
Ahora que lo pienso nuevamente, echado en mi pieza oscura, quizás solo fuiste un sueño. O mejor dicho un recuerdo que solo se hace presente en mis sueños.

jueves, 18 de abril de 2013

pequeñas notas de otoño


METRO EN HORA PUNTA
Son las ocho y media de la mañana, y me encuentro en la estación de metro Baquedano. Mientras camino rumbo al andén para subir al tren, veo que muchas personas no caminan, sino corren. La meta es lograr subir, a como dé lugar, al tren.
Se abren las puertas del tren, y un río de gente sale. Después de esto, un tsunami de gente entra con fuerza al tren. Una señora, de unos 70 años, dice: “estos no parecen humanos”. Yo intento hacer un comentario a la señora, pero su rostro es ya una respuesta anticipada a lo que no alcanzo a decir.
PARQUE FORESTAL
Las hojas de los árboles, por estas fechas en Santiago, no son verdes sino más bien doradas. Pasear por el Parque Forestal es casi un espectáculo. Corre una ligera corriente de viento, y junta a ellas cientos de hojas la persiguen.
El sol más que un enemigo de verano, ahora es un adorno del día que ofrece su grata compañía. Cuando las nubes toman por asalto el cielo, el día comienza a hacerse corto, y de repente todos quieren irse a casa.
BIBLIOTECA DE PROVIDENCIA
La señora del aseo de la Biblioteca dice con cierto enojo: “los chicos sólo vienen a comer a la biblioteca, ya no vienen a estudiar. Aquí duermen, comen, tienen agua, baño, confort, toalla nova, electricidad… No les falta nada”. Cierto. La biblioteca puede ser para algunos su segunda casa. Aparte de estudiar, está también la conversa con los amigos; el fumarse un pucho cada cierto rato; el almuerzo en la calle; el café de 400 pesos; la ensalada de frutas de 800 pesos que venden en el mercado que esta a lado; la chica que aún no le hablas, pero que ya cruzaste más de una mirada; las peleas por el ruido causado por alguien que –pequeño descuido- olvidó apagar o poner en vibrador el celular; la dulce siestecita sobre la mesa, (siempre y cuando no ronques, ya que la mínima bulla es detectada con facilidad por los demás).

Estas, por ahora, son algunas pequeñas notas de Otoño.

domingo, 10 de marzo de 2013

vendedor part-time



- Y tus vacaciones, ¿qué tal? –me pregunta Sergio.
- Pues, leyendo todo lo que no pude leer el año pasado y claro, también, trabajando –respondo yo.
- ¿Dónde estuviste trabajando, perro?
- En el Portal La Dehesa, como vendedor part-time.
- Eso queda muy arriba y muy lejos de Santiago -comenta Sergio, con cierta mezcla de sorpresa y nausea.

Ahora que me pongo a pensar otra vez, La Dehesa, es otro mundo a comparación del centro de Santiago. O una galaxia diferente a otras comunas de Santiago (La Pintana, Puente Alto, por citar unos ejemplos). No sólo por la distancia o porque está en las faldas de la Cordillera de los Andes, sino más bien por la gente que vive allá arriba y lejos de Santiago. Es gente con un estatus socio-económico alto; high, para los que gustan utilizar vocablos en inglés para describir una situación determinada –que por cierto no son pocos en Santiago.

Esta gente no se moviliza en el Transantiago, odiado por el 99% de la población, y querido sólo por un 1% (los dueños de las empresas de buses). La gente de La Dehesa usa auto, camioneta, bicicleta, patineta, o cualquier otro medio de transporte, pero nunca usa el tan odiado y poco querido, Transantiago. Todos los domingos viajaba una hora y media desde mi casa (Santiago centro) hasta La Dehesa, arrumado como si estuviera en una lata de sardina, junto a varias personas que en más de una oportunidad tuve que soportar un codazo en la espalda o una rodilla en la cabeza, e incluso un toqueteo indecente de una viejita que fácilmente podría ser la esposa del viejito pascuero.

La gente que vive en el sector de La Dehesa no tiene reparos en pagar $200.000 en una visita relajante al supermercado, o pagar $80.000 pesos por un pedazo de tela que después que le caiga una gota de vino tinto, quizás no la vuelva a usar.

Pero, más allá de las lucas que puedan o no tener (lo segundo caso es poco probable), esta gente es relajada. O quizás me equivoque, o mi punto de vista este un poco sesgado, ya que al trabajar como vendedor en un mall, la gente ya llega relajada porque, valgan las verdades, ir de compras es casi tan placentero como una fantasía sexual hecha realidad (de lo contrario, las compras solo se harían por internet, pienso).

Recuerdo que una vez me tocó atender a una señora de cincuenta años, pero por su comportamiento –risas por aquí y risas por allá- parecía de treinta. Hablaba todo el rato por celular. Cuando le di el monto de su compra ($500.000 pesos) parece que no me escucho, o quizás ya estaba acostumbrada a escuchar esos numeritos con varios ceros, poco usuales para un santiaguino promedio. Después me paso su tarjeta red compra. Una vez aprobada la transacción de la venta, le devolví su tarjeta, a la señora de cincuenta años pero que parece de treinta, la tomó y se fue de inmediato. Y esto quizás me hace pensar una vez más que la gente de La Dehesa es tan relajada (y distraída) que hasta se olvida su comprobante de pago por $500.000 pesos.

jueves, 24 de enero de 2013

Carta a un familiar


Querido Primo:
Me acabo de cambiar de casa. La anterior, como te conté, la compartía con cuatro personas, y los conflictos siempre eran los mismos: ponernos de acuerdo para usar la ducha; pelearnos por la cocina; los carretes (fiestas) durante la semana. Aunque debo de precisar que esto último terminaba uniéndonos, y nos hacía olvidar las otras dos cosas.
Ahora vivo en un departamento para mí solo. Quién lo iba a pensar. Yo que siempre viví acompañado de la familia y amigos, sean estos conocidos o desconocidos. La gran ventaja de vivir solo es que nadie te hace levantar en la mañana, pero -al mismo tiempo- la gran desventaja es que como nadie te despierta, puedes llegar tarde al trabajo (me pasó la semana pasada, y ahora ya no me fio de los despertadores).
Al acomodar mis cosas en mi nuevo departamento fui sacando los libros y sin darme cuenta vi que ya tengo algo de treinta y dos libros. Todos de literatura, excepto uno que es de derecho. Una vez terminado esto, instalé el netbook en el escritorio. Todo esto me hizo recordar a tu viaje a Córdoba, Argentina, hace siete años. Te ibas –recuerdo- decidido a terminar tu novela. En tu maleta había solo dos cosas: libros y una máquina de escribir. Necesitabas un espacio y, sobre todo, un ambiente estimulante para escribir. Eso, Lima, no te lo ofrecía.
Recuerdo que no duraste mucho tiempo en la Argentina, las dificultades económicas te hicieron retornar, pero luego me confesaste que ésa no fue la razón, sino más bien fue la nostalgia por el Perú lo que termino haciéndote cambiar de decisión.
En mi caso, no sé si me vine a Santiago para escribir sobre el Perú, con la distancia y a la distancia que uno necesita para escribir algunos recuerdos o historias. Tampoco sé si me vine “a probar suerte”. (La suerte puede ser más una compañía que un norte). Solo sé que me siento bien en Santiago. Me gusta sus árboles gigantes hechos de cemento; el alboroto de su gente antes y después de salir del trabajo; el ruido de sus calles y avenidas; sus peatonales: Ahumada, Estado y Huérfanos; el hormiguero de autos cuando hay fines de semana largos (como el dieciocho de septiembre); su atardecer de verano que parece que alguien hubiera derramado una copa de vino en el cielo; su río Mapocho que más parece una vena sin el cual el corazón de la ciudad no funciona; su cordillera; su vino. Lo único que quizás no me gusta son las filas largas que uno tiene que hacer en los supermercados. Esto aparte de desesperante, da la sensación de estar secuestrado –en cierta forma- voluntariamente. Otra cosa que no me gustaba era encontrar más cajeros automáticos que teléfonos públicos, hasta que abrí una cuenta de banco y compré un celular.
Quizás quieras saber más de Santiago, por ejemplo, cómo son los santiaguinos y las santiaguinas (o cómo es el trato entre chilenos y peruanos), pero de eso ahora no puedo comentarte, prefiero hacerlo en otra carta para así poder explayarme más.
Un abrazo hermano!