jueves, 26 de diciembre de 2013



Todo viajero siempre ha deseado llevar un ligero equipaje para evitar un dolor de espalda o para no pagar sobre peso. Ante esto, cabe preguntarse, ¿qué llevar y qué no llevar? Uno comienza con lo más básico (cepillo de dientes, desodorante, calcetines, etc.), y luego termina llevando casi todo el armario.

Inicialmente mi equipaje era una pequeña mochila (una que uso para ir a la universidad). Todo comenzó con querer llevar dos botellas de vino blanco (ideal para estas fiestas de fin de año). Luego, vino la ropa, los libros, la música, algunos regalos, hasta que me di cuenta –ya muy tarde- que me faltaba espacio para más cosas, y terminé con una mochila de “mochilero” que viaja a dedo.

Una vez en el aeropuerto de Santiago escucho diferentes idiomas: inglés, francés, portugués, alemán, chino; veo carritos de tres ruedas por todos lares; veo gente buscando gente; veo cafés con mesas vacías; veo tiendas que venden regalos; veo teléfonos monederos; veo cajeros automáticos.
Ya en la sala de espera la gente no la pasa tan mal, todos conversan o si no duermen. Creo que más de uno está predispuesto para la conversación, (o al menos ése día y a ésa hora así lo estuvo).

-         Hola, ¿a qué hora sale tu vuelo?
-         Dentro de dos horas y media (2:30 a.m.)
-         ¿Y el tuyo?
-         En media hora.
-         Maldito!

Se llama Silvana, es de Colombia, tiene 23 años, y me dice que no le gustó Santiago, y ahora se va a la Argentina a recoger sus cosas para luego irse a Colombia.

-         ¿Y carreteaste?
-         ¿Qué es eso?
-         Salir de fiesta, música, baile (aunque se baila poco a diferencia de Perú y Colombia), cerveza, buena conversa y más cosas.
-         No pude ir a carretear. Mi prima llegaba muy cansada a la casa después de su trabajo.
-         Ahí está el problema. Santiago es una invitación para hacer algo mejor que dormir. Por lo general, esta ciudad vive de noche -le digo.

Mientras conversamos, veo de reojo a mí alrededor y todos siguen conversando, otros durmiendo. En sí, todos la pasan bien. El aeropuerto es un lugar para hacer muchas cosas. No tanto porque uno así lo quiera, sino porque de lo contrario uno se aburre (Silvana me dice que cuando se le terminó la batería del celular, comenzó a sentir más largas las horas).

Es hora de hacer el “check in”, y luego tengo que hacer una fila para que registren mi equipaje. Tuve que esperar casi cuarenta minutos para que me tocara mi turno, y como aquí no puedes hablar ni dormir, los minutos se hacen largos. Una vez entregado mi equipaje, sentí un gran alivio, pero creo que no debí cantar victoria, porque luego tuve que hacer otras dos interminables filas: una para la revisión del equipaje de mano, y otra para abordar el avión.

Una vez sentado en el avión (¡por fin!) todo parece caminar solo. La gente acomoda su equipaje de mano; otros se ponen a leer la revista que está delante del asiento; las azafatas, siempre tan hermosas, no dejan de sonreír a los pasajeros.
Miro por la ventana y hay más gente. Pero no exactamente viajeros. Son las personas que suben nuestros pesados equipajes; otros están llenando el tanque de combustible del avión; también hay carritos que tienen una luz de sirena color naranja, y que andan de un lugar a otro.

El avión despega lentamente, y yo comienzo a sentir cosquillas en el estómago. Quizás sea porque viajo después de doce años en avión. Se eleva el avión. Me cuesta saber que estoy volando, menos mal que ya no se me cruza por la mente aquella terrorífica idea de que existe la probabilidad que el avión haga una viaje sin retorno.

Antes de que se eleve del todo puedo ver el gran Santiago. Encuentro un agrado especial ver a la ciudad sin su bulla habitual (la bocina de los autos, los motores de los carros, las sirenas de las ambulancias). Ahora sólo veo cientos, miles, quizás millones de luces que dibujan, algo así, como una gran isla en llamas. Y desde aquí trato de buscar la casa de la Ñusta.

Si el bajar del bus es lento, descender del avión es casi eterno. Todos quieren salir primero, y quizás por eso mismo la fila no avanza.

Son las 4:15 a.m. y en el aeropuerto de Arica no hay gente hablando diferentes idiomas; no hay gente durmiendo en el suelo. Hay menos gente conversando y pasándola bien. Aquí las únicas personas son los familiares que vienen a recoger a los suyos, y no hablan otro idioma que sea el español. Ah, también hay muchos taxistas (“a tres lucas a Arica”).

Han pasado más de dos horas y yo sigo en el Aeropuerto. Ya no hay más pasajeros, tampoco hay taxistas. Creo que las únicas personas que hay en el aeropuerto, son: el personal de una aerolínea, una señora y una chica de una cafetería, y yo tomando chocolate caliente.

Comienza a amanecer, y me doy cuenta que después de mucho tiempo que contemplo un amanecer, sin alcohol. Y un amanecer en el Aeropuerto de Arica, es casi una tarjeta postal, por la mezcla de colores que hay en el cielo (azul, naranja, amarillo, rojo rojizo), por el imponente Morro de Arica, por esas nubes que se ven muy lejos; por esos cerros de arena.

Llega mi taxi, y el conductor sube mi equipaje. Ahora mi destino es otro lugar. Uno en donde se mezcla mis recuerdos de niñez, las interminables conversaciones con los amigos; y los almuerzos familiares. Ése lugar se llama Tacna.