Ha pasado más de una hora y me doy cuenta que el profesor
no tiene una pauta de su clase. Sólo improvisa y se dispersa, y a ratos se ríe de
sí mismo y de los demás. Luego dice “¿hay preguntas?” Pues claro que las hay, pero
estas son igual de dispersas que las clases del profesor porque cada estudiante
pregunta lo que “más” le interesa, y no preguntan algo que pueda interesar a toda la
clase.
La clase está a punto de terminar, y esto puede parecer un gran
alivio o una decepción, por las expectativas generadas. Sin embargo, ocurre
algo muy extraño, el profesor comienza a recomendarnos una lista de libros para
leer. Aquí, al menos, es ordenado y preciso porque justifica cada libro y a
su respectivo autor. Destaca lo más importante, y lo relaciona con nuestra
clase. La única pregunta que tengo en mi cabeza en este momento es: ¿por qué no
comenzó la clase así de claro y ordenado? No obstante, ahora, eso no importa,
la lista es buena y salva en algo la alicaída reputación del profesor.
Hoy encontré uno de los libros sugeridos, y miren lo que
encontré, una breve, sencilla, y particular forma de hablar sobre una ciudad.
"Es un mito; la ciudad, los cuartos y las ventanas, las
calles que escupen vapor; un mito diferente para todos y para cada uno, una
cabeza de ídolo con ojos de semáforo, que va haciendo guiños de un verde tierno
o de un rojo cínico.
A esta isla –flota en el agua dulce como un témpano diamantino-
llámala Nueva York, o dale el nombre que quieras; éste apenas si importa porque
quien entra en ella desde la realidad mayor que es cualquier otra parte va sólo
en pos de una ciudad, de un lugar donde esconderse, donde perderse o
encontrarse a sí mismo, donde construir un sueño en el que pruebas que tal vez,
después de todo, no eres un patito feo, sino un ser maravilloso y digno de
amor, como lo pensaste cuando te sentabas en el porche frente al cual pasaban
los Fords; como lo pensaste cuando planeabas tu búsqueda de una ciudad."
Truman Capote, “Nueva York” (Color local)
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