domingo, 23 de octubre de 2011

Once con el Barrio Echaurren


Si tendría que describir mi rutina diaria, sería esta: por las mañanas estudiar; por las tardes clases del magíster; y, por la noche, dictar clases. Los fines de semana uno que otro carretito (ya que, de lo contrario, a falta de cerveza los riñones comienzan a fallar) y, los domingos, ir de manera religiosa al Mercado La Vega Central, para abastecerme de provisiones para la semana.
Esto sin darme cuenta se ha convertido en algo redundante, reiterado, repetido, monótono. Pero hace unas semanas cambió. Una vez saliendo de clases (eran las 10 pm.) camino a casa, me encontré con un grupo de personas que estaban “caceroleando” por la educación. Yo no tenía muchas ganas de cacerolear –aparte que no llevaba mi cacerola- sin embargo, me sume al grupo, muchos de ellos jóvenes como yo. Terminada la jornada nos reunimos en una plaza y comenzamos a presentarnos cada uno y a intercambiar ideas. Un punto en común entre todos los asistentes fue que, también, todos tenían una rutina similar a la mía; cero convivencia social con los vecinos del barrio. Uno de los factores de esta situación era las exigencias que muchas veces te impone una ciudad agitada como el Gran Santiago. Pero también -hay que reconocerlo- que otro factor ha sido nuestra falta de iniciativa para cambiar este escenario social o, al menos, intentarlo. Frente a esto, los cacerolazos, han sido una buena instancia para conocer a aquel vecino/a que vemos en el ascensor del edificio, en el supermercado, en un paradero del Transantiago, etcétera.
Ahora conozco a Daniela, Cecilia, Francisco, Fermín, María, José, Pedro, Juan… en sí, ahora conozco a mis vecinos del Barrio Echaurren del Gran Santiago y hoy tomamos once en la plaza Manuel Rodriguez y hablamos de nosotros (quienes somos, a qué nos dedicamos; qué pensamos de la toma del Senado por los estudiantes, etc.). En sí fue un domingo que rompió aquella vieja monotonía que ya me tenía chato.  

miércoles, 19 de octubre de 2011

los libros del gran Santiago


Antes de llegar al gran Santiago yo conocía muy poco de la literatura peruana, solo por el nombre de los autores y los títulos de sus novelas. Ha sido aquí en el gran Santiago en donde he podido conocer la literatura peruana (y también historia), todo gracias a sus bibliotecas.
La primera vez que encontré libros para el público fue en un parque, en una denominada “biblio-plaza”, en donde cualquier persona puede tomar prestado un libro o un diario sin pagar un peso. Y, para mi buena suerte, el encargado se hizo mi amigo. Se llamaba Sergio, era una persona algo mayor que yo, y con muchos conocimientos sobre historia y literatura chilena, por lo que aprendí mucho de las conversaciones que tuve con él.
La siguiente oportunidad que me tope con una biblioteca fue en mi primer invierno santiaguino (2009), andaba por el Parque Forestal y la lluvia me pesco. Menos mal andaba con paraguas. En este parque inmenso, lleno de árboles, encontré una casa que parecía una oficina, pero al acercarme a la fachada, decía: “Café Literario Balmaceda”. Al ingresar, grande fue mi sorpresa el encontrar varios estantes llenos de libros, y eso no era todo, los estantes eran abiertos al público, es decir, una persona podía escoger los libros que deseaba leer. No podía creerlo. Lo primero que hice fue darle un vistazo muy general a la biblioteca y luego tome un libro de poesía: El libro deL desasosiego, de F. Pessoa.
Después de estas dos experiencias pude encontrar otras más, las que -desde luego- ya no me impactaron, no porque no tengan importancia sino porque comprendí que la difusión de la cultura y la lectura en Chile es algo institucionalizado; cosa casi totalmente distinta en Perú, en donde para poder consultar un libro en una biblioteca pública, previamente, hay que ser socio, como si fuera un club privado, y no un lugar público para todas las personas con sedientas de saber. Así entonces, encontré bibliotecas en el metro, otra cerca de mi casa, etc. tanto así que las bibliotecas se han convertido en mi segundo hogar, ahí siempre hay alguien esperando y alguién con quien hablar.

viernes, 7 de octubre de 2011

Dormir y despertar en Santiago


Son altas horas de la noche y, al parecer, nadie quiere dormir en el gran Santiago. 
Alguien que está a mi costado me pregunta: ¿dormir, cuando miles de personas han sido reprimidas por carabineros?; ¿dormir, cuando un grupo de sujetos, escuchar no pueden?; ¿dormir, cuando un alcalde –que antes trabajó como guardaespaldas del dictador- ha clausurado colegios?; ¿dormir?; ya casi enojado, me dice: hermano, ¿qué es dormir? No ves que cuando lo hicimos una pandilla entro a la casa y nunca quisieron irse de ella; salvo, cuando despertamos.

Buscando a Felipe Mella


Es jueves seis de octubre y me encuentro rumbo a la escuela de Derecho de la Universidad de Chile, ubicada en la calle Pio Nono de Santiago. O, para ser más exactos, está ubicada a la altura “del límite de la plaza Italia para arriba y la plaza Italia para abajo”.
Mientras viajo en el metro estoy pensando en la reunión que tendré con Felipe Mella, y como son las 13:30 es inevitable que no pueda pensar en el almuerzo que me espera en casa.
Llego a la estación del metro Baquedano. Desciendo del tren. Mientras voy acercándome a la puerta de salida de la estación, veo que mucha gente ingresa de forma apresurada, algunos con los ojos llorosos, otros hablando rápido sin yo poder descifrar lo que dicen (más aún cuando el acento de los santiaguinos de por sí ya es difícil de comprender).
Estoy cerca de la plaza Italia y a medida que voy avanzando mi vista comienza a fallarme; mi respiración a agitarse; mi cuerpo a “cortarse”; mi cara a arderme. Mi sentidos dejan de responder a mi voluntad. Dejo de ser soberano de mi cuerpo; ya no soy yo este cuerpo o -al menos- este cuerpo no es el mismo el que salió de casa. Ahora este cuerpo es un objeto, una cosa, un organismo que pugna por vivir.
Son las bombas lacrimógenas las que me están matando, y muero sin poder ver mi muerte.