En el anterior post señalé que sí
existe un paraíso, y ese se llama “Playa Ensenada”. En este post no quisiera
hablar de la playa en sí. Me gustaría contarles cómo llegué y qué hice en
este pequeño paraíso.
Vicente, amigo y compañero de
estudios, en el verano me invitó, junto a otros amigos, a pasar unos días en su
casa que está en la playa Ensenada. Por diferentes circunstancias -o planes que
cada uno tenía- no fuimos a la playa. Este mes, nuevamente, Vicente nos hizo la
invitación para ir a la playa. El motivo: su cumpleaños número 27. Sin pensarlo
dos veces acepté la invitación.
Además de querer compartir un momento
de diversión, como es el cumpleaños de un amigo, debo de confesar que tenía unas
ganas enormes de salir de la ciudad. Quería “desconectarme”. Pues mis días no
solo se habían vuelto rutinarios, si no también me estaban consumiendo de a
pocos. Esta rutina no consistía en tener un horario fijo de entrada y salida del
trabajo –que no es tan grave, o motivo suficiente para alarmarse-. Mi rutina era
tener muchas cosas en distintos lugares, y en diferentes horarios. Momentos para
la lectura o escuchar música eran desplazados por la urgencias laborales.
Salir de Santiago por la
autopista era un gran alivio. Justo a esa hora (6:00 p.m.) había un “taco” (congestión
vehícular), por lo que salir de Santiago fue lento, y no doloroso, porque esa
lentitud hacía que yo esté muy consciente
de que me estaba alejando, poco a poco, del gran Santiago.
Ya en la casa de Vicente, no está
demás preguntarse ¿cuál es el plato infaltable para un cumpleañero, como Vicente,
una persona además de ser muy trabajador y amiguero, es extremadamente cortes
con los amigos? Pues un delicioso asado. Y vaya que si los hubo, y no faltó nada
aquel fin de semana.
Yo había decidido comportarme moderadamente
con el delicioso vino tinto. Es decir, bajar mi consumo promedio de dos botellas de vino a una. Y creo que lo cumplí, ya que al día siguiente, al
pasear por la cocina o el living o la terraza, yo era prácticamente el único a
esas horas. Varios de las personas comenzaban a desfilar después de las 11:00
a.m. Yo minutos antes de las ocho ya estaba de pie
y con una taza de té caliente en la mano frente al mar.
Estar en la terraza de la casa de Vicente me
brindaba una cita con el mar. Mirar el horizonte era prácticamente perderse en
él. Ver a las gaviotas, ver las rocas, y respirar la brisa del mar era
prácticamente embriagarme de naturaleza. El único lenguaje era el silencio, o
mejor dicho los sonidos de las olas.
Fueron dos días y medio cerca del
mar, y sentirme como siempre hubiera estado aquí, sólo que me
había ausentado un momento para ir a comprar pan a la ciudad y me demoré más de lo debido.
Recuerdo que en una conversación con un amigo, sobre las bondades de este paraíso, llegamos a la sana conclusión
de que proponerse escribir aquí, y no poder lograrlo, es imposible. En ese sentido, me
animé a tomar lápiz y papel. El resultado es lo que sigue:
Sábado 07 de septiembre
“El verano tardó, pero llegó”.
“Qué trataran de decirme las olas
que nunca se cansan de decírmelo”.
“Las rocas bañadas por las olas
revelan la fragilidad de mis ojos”.
Domingo 08 de septiembre
“El viento del mar, qué más
hermoso. Juega con todo lo que se le cruza, juega con las olas, las gaviotas, la
arena, las plantas, y hasta conmigo”.
Ahora que estoy en el gran Santiago,
afortunadamente, aun no del todo sobre la rutina, encontré un maravilloso libro
cuya temática es el mar. Es el primer libro de poemas de Rafael Alberti (1902-1999) que se
llama “Marinero en tierra” (1924). Ahora que estoy lejos del mar, me identifico con el
siguiente fragmento:
“Si mi voz muriera en tierra
Llevadla al nivel del mar
Y dejadla en la rivera”.
Rafael Alberti
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