lunes, 16 de septiembre de 2013

Dos días y medio



En el anterior post señalé que sí existe un paraíso, y ese se llama “Playa Ensenada”. En este post no quisiera hablar de la playa en sí. Me gustaría contarles cómo llegué y qué hice en este pequeño paraíso.

Vicente, amigo y compañero de estudios, en el verano me invitó, junto a otros amigos, a pasar unos días en su casa que está en la playa Ensenada. Por diferentes circunstancias -o planes que cada uno tenía- no fuimos a la playa. Este mes, nuevamente, Vicente nos hizo la invitación para ir a la playa. El motivo: su cumpleaños número 27. Sin pensarlo dos veces acepté la invitación.

Además de querer compartir un momento de diversión, como es el cumpleaños de un amigo, debo de confesar que tenía unas ganas enormes de salir de la ciudad. Quería “desconectarme”. Pues mis días no solo se habían vuelto rutinarios, si no también me estaban consumiendo de a pocos. Esta rutina no consistía en tener un horario fijo de entrada y salida del trabajo –que no es tan grave, o motivo suficiente para alarmarse-. Mi rutina era tener muchas cosas en distintos lugares, y en diferentes horarios. Momentos para la lectura o escuchar música eran desplazados por la urgencias laborales.

Salir de Santiago por la autopista era un gran alivio. Justo a esa hora (6:00 p.m.) había un “taco” (congestión vehícular), por lo que salir de Santiago fue lento, y no doloroso, porque esa lentitud hacía que yo esté  muy consciente de que me estaba alejando, poco a poco, del gran Santiago.

Ya en la casa de Vicente, no está demás preguntarse ¿cuál es el plato infaltable para un cumpleañero, como Vicente, una persona además de ser muy trabajador y amiguero, es extremadamente cortes con los amigos? Pues un delicioso asado. Y vaya que si los hubo, y no faltó nada aquel fin de semana.

Yo había decidido comportarme moderadamente con el delicioso vino tinto. Es decir, bajar mi consumo promedio de dos botellas de vino a una. Y creo que lo cumplí, ya que al día siguiente, al pasear por la cocina o el living o la terraza, yo era prácticamente el único a esas horas. Varios de las personas comenzaban a desfilar después de las 11:00 a.m.   Yo minutos antes de las ocho ya estaba de pie y con una taza de té caliente en la mano frente al mar.

Estar en la terraza de la casa de Vicente me brindaba una cita con el mar. Mirar el horizonte era prácticamente perderse en él. Ver a las gaviotas, ver las rocas, y respirar la brisa del mar era prácticamente embriagarme de naturaleza. El único lenguaje era el silencio, o mejor dicho los sonidos de las olas.

Fueron dos días y medio cerca del mar, y sentirme como siempre hubiera estado aquí, sólo que me había ausentado un momento para ir a comprar pan a la ciudad y me demoré más de lo debido.

Recuerdo que en una conversación con un amigo, sobre las bondades de este paraíso, llegamos a la sana conclusión de que proponerse escribir aquí, y no poder lograrlo, es imposible. En ese sentido, me animé a tomar lápiz y papel. El resultado es lo que sigue:

Sábado 07 de septiembre
“El verano tardó, pero llegó”.
“Qué trataran de decirme las olas que nunca se cansan de decírmelo”.
“Las rocas bañadas por las olas revelan la fragilidad de mis ojos”.

Domingo 08 de septiembre
“El viento del mar, qué más hermoso. Juega con todo lo que se le cruza, juega con las olas, las gaviotas, la arena, las plantas, y hasta conmigo”.

Ahora que estoy en el gran Santiago, afortunadamente, aun no del todo sobre la rutina, encontré un maravilloso libro cuya temática es el mar. Es el primer libro de poemas de Rafael Alberti (1902-1999) que se llama “Marinero en tierra” (1924). Ahora que estoy lejos del mar, me identifico con el siguiente fragmento:


“Si mi voz muriera en tierra
Llevadla al nivel del mar
Y dejadla en la rivera”.
Rafael Alberti

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